lunes, 15 de junio de 2009

HOSPITALES DE EXTREMADURA ANTERIORES AL SIGLO XIX

HOSPITALES DE EXTREMADURA ANTERIORES AL SIGLO XIX


María Victoria Rodríguez Mateos
Cáceres, 28 de abril de 2009


En la actualidad los hospitales son exclusivamente los establecimientos en los que se acogen, cuidan y tratan personas enfermas, pero en sus primeros tiempos el concepto de hospital abarcaba una realidad mucho más amplia, estando su función más directamente relacionada con la etimología de la palabra que servía para nombrarlo, pues era el lugar en el que se practicaba la hospitalidad, es decir, en el que se acogía y atendía de forma gratuita a quien lo necesitaba, fuese enfermo, pobre o transeúnte. Este concepto se prolongó en el tiempo hasta muy avanzada la Edad Moderna, no ocurriendo una verdadera orientación hacia tareas estrictamente sanitarias hasta el siglo XVIII, quedando el término hospital limitado a designar los establecimientos en los cuales se atendían enfermos con la intención de tratarles de sus enfermedades, mientras que aquellos en los que se acogían pobres y transeúntes sanos empiezan a conocerse como asilos o albergues.

En Extremadura tenemos uno de los primeros hospitales occidentales del que se conoce con certeza su existencia. Se trata del xenodoquio fundado en Mérida por el obispo Masona a finales del siglo VI (del que una cuidadosa excavación ha sacado a la luz sus cimientos), que se destinó al alojamiento de peregrinos y a la curación de enfermos tanto emeritenses como forasteros, fuera cual fuera su condición o su religión o creencias. Aunque no se conoce con certeza hasta cuando estuvo en funcionamiento, algunos autores suponen que su actividad terminaría con la invasión árabe de Mérida, ocurrida en el año 713.

Ya durante la Edad Media la mayoría de los pueblos y ciudades de Extremadura contó al menos con un hospital -casi siempre modesto y de reducida capacidad-, en el que se desarrollaba una escasa actividad sanitaria, y si se acogían enfermos era más por su condición de pobres que de dolientes. Lo más común es que se destinaran tanto a hombres como a mujeres, aunque en algunos lugares, sobre todo en los de mayor población, existían establecimientos independientes para uno y otro sexo. Los dedicados a las mujeres fueron mucho menos numerosos, de menor capacidad y peor dotados que los de los hombres, y cuando en un mismo establecimiento se acogían hombres y mujeres, el número de camas reservadas a éstas era mucho menor que el de las destinadas a los hombres.
En la Edad Media también se crearon en Extremadura algunos lazaretos en los que se recluía a los afectados por la lepra (en Fuente del Maestre, Jerez de los Caballeros, Llerena, Mérida, Plasencia y Trujillo). Cuando la incidencia de esta enfermedad disminuyó hasta casi desaparecer, los edificios que se habían destinado a esta función en tiempos anteriores se utilizaron en ocasiones para alojar a transeúntes, aunque lo más común es que lo único que permaneciera en funcionamiento fuera la ermita que había formado parte de la leprosería y a su lado una casa en la que vivía el santero encargado de su cuidado.

A lo largo de la Edad Moderna comenzó a producirse en los hospitales una progresiva dedicación a actividades más propiamente sanitarias, creándose centros dedicados fundamentalmente a la atención de los enfermos, aunque sus puertas estuvieran abiertas también a pobres y transeúntes sanos, mientras que en los que antes sólo se acogían pobres se comenzaron a dedicar parte de sus instalaciones a enfermerías. Junto a ellos siguieron funcionando establecimientos cuya misión era exclusivamente dar cobijo por una o dos noches a los numerosos transeúntes y peregrinos que deambulaban por los caminos de la región. En una situación intermedia entre unos y otros se encontraban los hospitales de convalecientes, en los que se acogían aquellos individuos que, aunque curados de sus enfermedades, aún necesitaban un lugar en el que fueran cuidados para evitar recaídas.
El ejemplo más representativo de hospital destinado a enfermos, es el de San Juan Bautista de Guadalupe, que fue creado por el prior del monasterio don Toribio Fernández de Mena a mediados del siglo XIV y levantado de nueva planta a principios del XV. Fue sin duda el más importante hospital de enfermos de la región, tanto por la categoría profesional de los médicos y cirujanos que lo atendían, como por la calidad de la asistencia que se prestaba, sin olvidar su importante función como centro de enseñanza de medicina y cirugía. Se destinó exclusivamente a hombres enfermos y disponía de unas instalaciones independientes para el tratamiento de la sífilis.
Otro ejemplo interesante de hospital destinado a enfermos es el de San Sebastián de Badajoz, mucho más tardío, pues fue fundado por el capitán don Sebastián Montero de Espinosa en su testamento de 1639, aunque no comenzó a funcionar hasta finales de ese siglo. En principio sólo era para hombres, pero desde la creación en 1743 de la obra pía de don Juan Vázquez Morcillo también se destinó a mujeres. Se unió al Hospicio Real a finales del XVIII, y desde mediados del XIX compartieron edificio bajo la tutela y administración de la Diputación Provincial.
En cuanto a hospitales destinados a pobres y transeúntes, se puede citar el de Santa María o de San Juan de Dios de Mérida, que comenzó a funcionar en el siglo XV bajo la tutela del concejo y de la parroquia de Santa María. Posteriormente se amplió para atender también a enfermos de ambos sexos, y desde el siglo XVII, cuando se hicieron cargo de él los hermanos de San Juan de Dios, hasta el XIX sólo a hombres, manteniéndose en activo hasta la apertura del hospital comarcal del Insalud en 1981.
También en Mérida se encuentra uno de los pocos hospitales extremeños destinados en exclusiva al cuidado de convalecientes. Se trata del hospital de Jesús Nazareno, que se levantó en en siglo XVIII por la orden de este nombre para atender a los convalecientes del hospital de San Juan de Dios, aunque desde mediados del siglo XIX cambió su función y pasó a acoger a los enfermos mentales de la provincia de Badajoz.

Este cambio de orientación funcional dio lugar a numerosas transformaciones en el funcionamiento de los hospitales, como la contratación de profesionales sanitarios como parte de su personal habitual o la ampliación de la duración de las estancias de los pobres, que pasaron de tener limitada su permanencia en ellos entre uno y tres días a prolongarla tanto como fuera necesario para recuperarse de su enfermedad.
A pesar de ello, y debido a la gran influencia de la religión en la sociedad de la época, en todos los establecimientos siguió manteniéndose la costumbre medieval de prestar más atención a la salud del alma que a la del cuerpo, existiendo numerosas leyes y normas que obligaban a médicos y hospitales a no tratar ni admitir enfermos si previamente no se habían confesado y comulgado, además de ser obligatoria la asistencia a misa y a los distintos oficios religiosos mientras permanecieran ingresados.
Durante los siglos XVI y XVII las instituciones hospitalarias, además de su función asilar o sanitaria, tenían también en muchas ocasiones una intencionalidad rehabilitadora, en el sentido de que algunos de los individuos acogidos en ellas, debido a su conducta alejada de los preceptos de la religión católica, necesitaban -según los criterios de la época- una modificación de su comportamiento tanto público como privado. Esto determinó la aparición en los hospitales de otro tipo de obligación religiosa relacionada con el aprendizaje de la doctrina cristiana y de ciertos principios de comportamiento, siempre incluidos dentro de la más estricta ortodoxia.

La creación y mantenimiento de los hospitales, que hoy entendemos como una obligación de las autoridades competentes, fue una tarea que estuvo principalmente en manos de la iniciativa privada, que lo concebía como un medio de practicar la caridad cristiana. Aunque los concejos y cofradías crearon muchos hospitales en los distintos pueblos de lo que actualmente es Extremadura, fueron individuos particulares los que mayoritariamente fundaron y mantuvieron los establecimientos en los que se procuraba atender en sus enfermedades a quienes lo necesitaban y dar cobijo a quienes carecían de él.
De fundación privada fue el hospital de Santa María de Plasencia, ordenado crear en el siglo XIV por don Nuño Pérez de Monroy en su testamento. Se destinó a la curación de hombres y mujeres enfermos y fue administrado por el obispado hasta que en el siglo XIX pasó a depender primero del Ayuntamiento y después de la Diputación Provincial, dejando de funcionar en el siglo XX.
También de origen privado es el hospital de la Concepción de Los Santos de Maimona, fundado a finales del siglo XVI por el Oidor Real en las Indias don Álvaro de Carvajal, para atender a enfermos pobres. Fue una de las fundaciones hospitalarias más importantes de Extremadura, aunque su vida fue breve, pues en 1662 se desalojó el hospital para instalar en el edificio a un comunidad de monjas.
Por su parte, el hospital del Espíritu Santo de Trujillo fue creado por la cofradía de este nombre, estando ya en funcionamiento a finales del siglo XV. Atendió a enfermos y tenía instalaciones para tratar a los afectados por la sífilis. Estuvo en activo hasta que perdió sus propiedades en las desamortizaciones del siglo XIX.
También fue creada por una cofradía la Casa de la Misericordia de Olivenza, aunque promovida por el rey don Manuel de Portugal a comienzos del siglo XVI como parte de una red de establecimientos asilares extendida por todo el reino para atender a pobres y enfermos. A pesar de que perdió sus bienes durante la desamortización, continuó con cierta labor médico-quirúrgica hasta el siglo XX.
Un ejemplo de creación de centros asistenciales por parte de los concejos lo constituye el hospital de San Bartolomé de Jerez de los Caballeros, que fue fundado a mediados del siglo XV, destinándose al alojamiento de pobres y transeúntes, y que siguió desempeñando esta función hasta el siglo XIX.

Este distinto origen dio lugar a hospitales muy diversos en su calidad, su capacidad y sus recursos económicos, conviviendo centros muy modestos, en los que prácticamente lo único que se ofrecía a los pobres era un techo bajo el cual dormir, con hospitales de gran categoría, en los que se procuraba a los enfermos camas bien dotadas, alimentos de calidad y una asistencia sanitaria completa.
Por otra parte, al no existir una regulación en la creación de hospitales y estar en el origen de muchos de ellos consideraciones de tipo religioso, fueron numerosos los pueblos y ciudades en los que funcionaron de forma simultánea varios establecimientos, casi todos fundaciones de origen privado, con funciones similares pero distinta titularidad.

La financiación de estos centros dependía en gran medida de su fundación, pues quien creaba un hospital no sólo donaba el edificio o destinaba fondos para su construcción, sino que además le dotaba de propiedades inmuebles rústicas y urbanas, que comúnmente no se aprovechaban directamente por la institución, pues lo más habitual era que las tierras se arrendaran y las casas se dieran a censo, es decir, se cediera el dominio a cambio del pago de una cierta cantidad anual. Los pagos que se recibían por estos conceptos eran en metálico o en especies (trigo, cebada, gallinas). El dinero en metálico se guardaba en el propio hospital en las llamadas arcas de tres llaves, una especie de cofre con tres cerraduras, cuyas llaves custodiaban tres personas distintas, que solían ser el mayordomo, el cura y el alcalde del lugar, de tal forma que solamente en presencia de los tres era posible abrir el arca y disponer del dinero.
En el caso de los establecimientos dependientes de cofradías, además de las rentas obtenidas de sus propiedades, una parte de las cuotas que aportaban los cofrades se reservaba para la financiación del hospital.
A todo ello se unían las limosnas, que en parte eran recolectadas en la iglesia del lugar por medio del “bacín” que se pasaba en la misa dominical tras el destinado a recoger fondos para la propia iglesia, y los legados testamentarios, en algunos casos impuestos como una obligación (las llamadas “mandas forzosas”), y en otros realizado de forma voluntaria por el testador, con el fin de recibir las indulgencias que ciertos hospitales estaban autorizados a repartir al haber adquirido bulas que lo permitían..
También durante toda la Edad Moderna una parte de los beneficios obtenidos de los espectáculos públicos se destinaba a los hospitales: fiestas de toros, alquiler de ventanas en las fiestas locales y especialmente de los teatros de comedias, lo que hizo que algunos de ellos dedicaran parte de sus estancias a las representaciones teatrales.

La administración de los recursos con los que se costeaban los establecimientos hospitalarios estaba también determinada por su origen, pues el fundador solía designar quien sería su patrono, quien además de gestionar las rentas y propiedades, controlaba el nombramiento del personal que atendería el hospital, mientras que las cofradías y los concejos dirigían y administraban directamente los establecimientos creados por ellos.
A pesar del origen privado de muchos de los hospitales, todos sin excepción estaban sujetos a la supervisión de las autoridades competentes (las órdenes militares y los obispados), quienes nombraban visitadores que acudían regularmente a comprobar el funcionamiento y administración de todos los establecimientos existentes en su jurisdicción, mediante las cuentas tomadas a los mayordomos.
Estos mayordomos eran quienes se encargaban de llevar las cuentas, supervisar el mantenimiento y reparaciones del edificio y su contenido mueble, el control del gasto cotidiano, la admisión de enfermos o pobres, etc.
Entre los empleados que atendían directamente a los hospitalizados, el de mayor categoría era el capellán, pues se encargaba, además de celebrar las misas y otros actos litúrgicos, de atender a los pobres en sus necesidades espirituales, enseñarles la doctrina cristiana y ayudarles a bien morir, y ya sabemos que la salud espiritual era de mucha mayor importancia que la del cuerpo. En muchas ocasiones se le daba, además del sueldo, alojamiento y comida en el establecimiento.
El hospitalero debía vivir en el hospital para encargarse de tener siempre la puerta abierta. Entre sus obligaciones se encontraban mantener limpio el edificio y las camas, comprar la leña para los fuegos, el aceite para los candiles, adquirir los alimentos y encargarse de que éstos se cocinaran, cuidar los huertos, etc.
Cuando el establecimiento se destinaba a enfermos, se contrataban también los servicios de profesionales sanitarios, que en unos casos cobraban un salario por acudir diariamente a atender a los hospitalizados, y en otros sólo recibían una remuneración cada vez que eran llamados para asistir a alguno de los ingresados.
Los médicos se encargaban de los enfermos con procesos no quirúrgicos, indicaban el tratamiento y la dieta y ordenaban la realización de sangrías. Con frecuencia eran quienes debían dar la autorización para la admisión de un enfermo o para que éste abandonara el hospital. Los cirujanos, que tenían menor categoría y salario que los médicos, se dedicaban casi exclusivamente a limpiar y curar heridas y reducir fracturas.
La misión de los barberos o sangradores se reducía a realizar las sangrías que les ordenara el médico y a afeitar a los hospitalizados, mientras que los enfermeros no tenían ningún tipo de cualificación y su trabajo consistía en lavar y dar la comida a los enfermos y ayudar al hospitalero a mantener limpias las salas de enfermería.
En cuanto a los boticarios, era raro que fueran contratados por el hospital. Lo más común era que la preparación de los medicamentos que se necesitasen fuese encargada a un profesional de la localidad, que los elaboraba en su botica, cobrando por ello un precio más bajo del habitual.

Los hospitales para enfermos constituyeron un bajo porcentaje de los establecimientos que funcionaron en Extremadura en las Edades Media y Moderna, pues apenas llegaban al 13% del total, ya que la hospitalización en caso de enfermedad no era ni con mucho tan común como lo es hoy día, pues quien podía permitírselo, aunque fuera con dificultades, era atendido en su casa, y ello obedecía a dos razones fundamentales.
La primera es el rechazo de las clases más o menos acomodadas a ser ingresado en un hospital, situación que se relacionaba con la pobreza y la marginalidad. El único motivo por el que un individuo de media o elevada posición social ingresaba en un hospital era de índole religiosa, pues muchos establecimientos disponían de bulas por las que se aseguraba la obtención de indulgencias para todo el que muriese en ellos.
La segunda razón de la baja tasa de hospitalización de la época es la escasa efectividad de las medidas terapéuticas con las que se contaba, pues se reducían al reposo en cama, la alimentación y la administración de forma empírica de algunos medicamentos, muchos de ellos de escaso poder curativo, medidas que no necesitaban un entorno hospitalario para ser puestas en práctica.
En cuanto a los procedimientos quirúrgicos, y entre ellos pueden incluirse las sangrías, tan comúnmente practicadas en la época, no requerían –pues se desconocían- unas medidas de asepsia, que en la actualidad no podemos entender en un establecimiento que no sea un hospital.

Durante la Edad Moderna en los hospitales más importantes destinados fundamentalmente a enfermos empezó a realizarse una distribución por salas de los ingresados dependiendo de la patología que presentasen. Como mínimo esta separación en enfermerías distintas se realizó entre los que padecían enfermedades contagiosas y el resto de los pacientes, aunque en algunos centros también se destinaban salas diferentes para los enfermos con procesos médicos y quirúrgicos. Pero en muchos casos esta distribución se hizo siguiendo criterios que nada tenían que ver con condicionantes sanitarios, como el sexo, la clase social y, sobre todo, la condición de clérigo o laico. Los afectados por la sífilis, enfermedad que tuvo una gran prevalencia durante toda la Edad Moderna, ocupaban unas enfermerías independientes y temporales, pues sólo se les ingresaba durante uno o dos periodos de tiempo al año y necesitaban unas instalaciones especiales como luego veremos.

El instrumental y material de que estaban dotados los hospitales para atender y tratar a los enfermos, exceptuando los hospitales de Guadalupe, que constituyen un caso aparte por su calidad, fue muy escaso: algunas tijeras, tenacillas, jeringas para lavativas, ventosas, baños para las sangrías, vasos para purgas, escudillas, además de algunos paños y vendas, recipientes para las sanguijuelas, frascos con vinagre para dar baños, o la camilla para trasladar a los enfermos, que era una especie de parihuela.

Las medidas higiénicas de estos centros solían ser muy precarias, limitándose al barrido más o menos frecuente de las salas de enfermería, siendo muy común que la ropa de cama se mantuviese sin cambiar hasta que su ocupante no la abandonaba. A ello se unía la puesta en práctica en caso de necesidad de la costumbre medieval de compartir una cama dos o más enfermos. Todas estas circunstancias hacían que las cifras de mortalidad, ya muy elevadas por la escasez de medios terapéuticos, se incrementaran aún más.

Como he dicho antes, la sífilis fue una enfermedad muy frecuente durante la Edad Moderna, hasta tal punto que algunos hospitales se dedicaron casi exclusivamente a ella, y en otros se reservaron salas especiales destinadas sólo a estos enfermos, cuyo tratamiento se realizaba durante unas semanas al año, generalmente a finales de la primavera y principios del verano.
Igual que ocurría en otras partes, fueron dos los métodos terapéuticos empleados para el tratamiento del mal francés: las curas sudoríferas y las unciones.
Para las curas sudoríferas –también conocidas como aguaxes- se necesitaban unas instalaciones específicas, que solían consistir en unos cubículos con unas tarimas con jergones sobre las que se tendía el paciente abrigado con sábanas y mantas, y en donde se colocaban braseros que ardían continuamente, todo ello encaminado a provocar la sudoración. Para ayudar a esta sudoración se les hacía ingerir infusiones de guayacán o palo santo, o de zarzaparrilla, ambas con propiedades diaforéticas, además esta madera se quemaba en braseros (aparte de los braseros corrientes de carbón empleados para aumentar la temperatura de la habitación) para que el humo que desprendía inundara el cuarto en que se encontraba el enfermo y lo respirara.
Algunos enfermos recibían también la llamada cura de unciones. Para ella se empleaban derivados mercuriales, con los que se realizaban fricciones en determinadas zonas del cuerpo, o se colocaban en forma de emplastos sobre las lesiones cutáneas.

Como hemos visto, los hospitales fueron unas instituciones muy abundantes en toda la región durante las Edades Media y Moderna, pero su importancia no está sólo determinada por su número o por la función social que desempeñaron, sino que también se unieron a ello factores relacionados con la amplitud y calidad estética de algunos de sus edificios y la influencia que ejercieron en la configuración del paisaje urbano, dando incluso nombre a las calles, pues la mayoría de ellos se encontraban emplazados en zonas destacadas de la población, y en sus fachadas había numerosos elementos de carácter informativo que hacían que estos edificios no pasaran desapercibidos entre los que los rodeaban. Estos elementos informativos solían ser cruces, inscripciones o con más frecuencia imágenes alusivas a la advocación del hospital.
La semejanza que los pequeños hospitales rurales tenían con las casas de su entorno hacía necesaria la presencia de este tipo de símbolos, que debían ser sencillos y tener una cierta tipificación, para que pudieran ser reconocidos fácilmente por los pobres o transeúntes, la mayoría de los cuales no sabía leer.
En las fundaciones particulares, sobre todo en las de cierta entidad, era casi la norma que en su fachada, además de imágenes u otros símbolos identificativos, se encontraran también inscripciones y escudos que mostraran quién había sido su fundador. En estos casos la presencia de estos elementos tenía connotaciones que iban más allá de las meramente informativas, pues se trataba más bien de dar a conocer el nombre y la estirpe de su promotor.

Aproximadamente la mitad de los hospitales extremeños en funcionamiento hasta el siglo XVIII se levantaron expresamente para dedicarse a la hospitalidad, mientras que para la otra mitad se reaprovecharon edificios ya construidos que se readaptaron para su nueva función.
Un ejemplo de edificio construido expresamente para destinarse a hospital lo constituye el de la Piedad de Cáceres, destinado a hombres enfermos, que fue ordenado levantar por don Gabriel Gutiérrez de Prado en su testamento de 1612 y estuvo entre las fundaciones hospitalarias más importantes de Extremadura. La calidad y amplitud del inmueble hizo que en 1791 fuera elegido para establecer en él la recién creada Real Audiencia de Extremadura.
Otro de los grandes hospitales extremeños utilizó sin embargo un edificio previamente construido para otro fin. Se trata del hospital de Santiago de Zafra, que ocupó la morada del primer conde de Feria, don Lorenzo Suárez de Figueroa, cuando éste construyó su nueva residencia a mediados del siglo XV. Se destinó a enfermos y estuvo bajo la administración de la Casa de Feria hasta su desaparición a principios del siglo XX.

Cuando se reutilizaba un edificio la distribución del espacio tenía que adaptarse en mayor o menor medida a la planta original del inmueble. Ello explica, al menos en parte, la frecuencia con la que se encuentran hospitales con diseños muy similares a las casas de la época, pues todos los edificios reaprovechados eran previamente viviendas de mayor o menor amplitud o calidad, excepto en el caso del hospital de la Vera Cruz de Badajoz, que ocupó un antiguo convento, y en el de San Miguel de Aldeanueva de la Vera, que se instaló en un molino de aceite.
Aunque muchos de los pequeños hospitales que se levantaron expresamente para esta función seguían también la disposición de las viviendas de la época, los hospitales de mayor categoría se diseñaron fundamentalmente siguiendo dos modelos. Uno de ellos es el claustral, en el que las estancias se disponen alrededor de un patio porticado uno de cuyos lados lo solía constituir la iglesia del establecimiento.
El otro modelo arquitectónico utilizado para los hospitales de la época es el basilical, compuesto de una sola estancia principal de planta rectangular, en la que las camas se colocaban en los lados largos con una capilla en uno de los cortos.

Con independencia del tamaño, calidad y disposición del inmueble, en casi todos los hospitales existía una serie de dependencias que condicionaban la distribución de su espacio interno: el zaguán, los dormitorios o enfermerías, la cocina y el corral. La capilla o iglesia también estaba presente en gran parte de los hospitales, aunque a veces se limitaba a un altar colocado en una de las salas. A estas dependencias solían agregarse otras accesorias como establos, pajares, leñeras, etc.
El zaguán, que en los hospitales más importantes actuaba únicamente como elemento de acceso a los demás espacios, tenía funciones más complejas en los de menor amplitud y categoría, ya que además de ello era muchas veces el lugar elegido para situar la capilla o un altar, para lo que solía acotarse una parte de él, generalmente con una reja de madera. También era relativamente frecuente que hubiera en él alguna chimenea, en muchas ocasiones rodeada de poyos de obra para que los pobres tuvieran un lugar en el que reunirse alrededor del fuego o incluso dormir en invierno.
Las enfermerías eran unas salas de mayor o menor tamaño dependiendo del establecimiento. Solían tener un único acceso y no era raro que carecieran de ventanas hacia el exterior, aunque a medida que con el paso del tiempo se iban teniendo más en consideración las condiciones higiénicas, se procuró que las enfermerías estuvieran bien ventiladas, por lo que se abrieron ventanas en ellas. De lo que siempre o casi siempre disponían era de algún tipo de hueco que las ponía en comunicación con la iglesia del establecimiento, de tal forma que los enfermos pudieran ver el altar desde sus camas. Lo más frecuente era que las camas se colocaran en hileras, sin ningún tipo de separación entre ellas, o como mucho aisladas por cortinas. En algunos hospitales se levantaron a lo largo de las paredes de las enfermerías unos huecos o nichos en cada uno de los cuales se instalaba una cama, logrando así un cierto aislamiento entre ellas.
La cocina no sólo era el lugar en el que se preparaban las comidas, pues en los hospitales pequeños, constituía un lugar de reunión y donde calentarse en invierno. Su condición de estancia más cálida de la casa hacía que a veces, en las épocas más frías del año, se instalaran en ella las camas de los pobres, razón por la que en muchos sitios las chimeneas, al igual que ocurría en los zaguanes, estaban rodeadas de poyos de obra sobre los que se colocaban los colchones y las mantas.
La importancia del corral venía determinada por varias razones; una de las principales era su utilización como letrina, por lo que a veces se construían en él las llamadas “necesarias”, que solían consistir en un espacio sin cubierta delimitado por una o dos tapias. También eran los lugares en los que los pobres podían tomar el sol en invierno y donde solían situarse el establo y el pajar, utilizándose a veces incluso como un espacio aprovechable para criar gallinas, plantar árboles frutales o cultivar cereales.
Las iglesias o capillas estuvieron presentes en un número muy elevado de establecimientos, y constituían una parte muy importante del hospital, normalmente la de mayor amplitud y calidad, tanto por el uso de materiales de más categoría que en el edificio hospitalario propiamente dicho, como por la riqueza decorativa de sus portadas y cubiertas.
A su importancia contribuyó también a veces el que algunas fueron construidas con la misión fundamental de servir de panteón para sus fundadores y sus familiares.
En los hospitales de menor categoría la iglesia se reducía a una pequeña capilla que ocupaba una sala común del edificio o una parte del zaguán que se cerraba con una reja, y en los más modestos sólo había un altar en el que normalmente no se celebraba culto, o incluso carecían de él.

En general la arquitectura hospitalaria fue de carácter sobrio, encaminada a lograr espacios funcionales, con pocos elementos decorativos, que casi sólo estuvieron presentes en las portadas, los claustros y las iglesias. En todos los edificios hospitalarios las portadas fueron los elementos en los que más se cuidó la ornamentación, y estuvieron en consonancia con la gran variedad en calidad, amplitud y cronología de éstos. Encontramos portadas de todo tipo: de piedra o de ladrillo, en arco o adinteladas, elaboradas y monumentales o sencillas y de pequeñas proporciones. Por si mismas constituyen un muestrario muy completo de los movimientos artísticos en boga en el momento de su construcción, desde modelos góticos y mudéjares hasta renacentistas y barrocos.
Aunque en menor medida, también en los claustros y galerías se hizo patente la intención de dotarlos de un carácter más ornamental, manifestado a través de la utilización de materiales de más calidad que los empleados en el interior del edificio y la inclusión de algunos elementos desprovistos de función estructural.

En total son alrededor de 30 los hospitales anteriores al siglo XIX cuyo edificio -en todo o casi todo, o en parte- permanece en pie (aparte de numerosas ermitas y capillas que fueron iglesias de antiguos hospitales y que es lo único que se mantiene de ellos), y en algunos casos su presente actividad mantiene un nexo de unión con lo que fue su primitiva dedicación, ya que han sido restaurados y destinados a residencias de ancianos, una tarea claramente relacionada con la hospitalidad. Así ocurre con el edificio del hospital de San Nicolás de Bari de Coria, el de San Blas de Fregenal de la Sierra, el del Dulce Nombre de Jesús de Llerena, la Casa de la Misericordia de Olivenza y el de Santiago de Zafra.
En otros casos su actual función está también relacionada con la hospitalidad, aunque la caridad ya nada tenga que ver con ello, pues el edificio que constituyó el hospital de Jesús Nazareno de Mérida es actualmente el Parador de Turismo, igual que sucede con el de San Juan Bautista de Guadalupe; también parte de lo que fue el hospital del Espíritu Santo de Trujillo se ha restaurado y reformado para instalar un establecimiento hotelero.
Otros han sido readaptados para funciones institucionales: en el de San Juan de Dios de Mérida tiene su sede la Asamblea de Extremadura; el de la Piedad de Cáceres alberga desde finales del XVIII la Audiencia Territorial de Extremadura (en la actualidad Tribunal Superior de Justicia de Extremadura); en el de la Piedad de Alcántara se encuentran el Juzgado de Paz, la Biblioteca Pública y las sedes de diversas asociaciones; el de Santa María de Plasencia es un complejo cultural dependiente de la Diputación Provincial de Cáceres. Los hospitales de San Bartolomé de Jerez de los Caballeros, de Nuestra Señora de la O de Alburquerque y de Santa Elena de Cabeza del Buey se utilizan como museos y salas de exposiciones.
La mayoría de los restantes se encuentra en manos privadas y casi todos han sido reformados como viviendas, como ocurre con el hospital de los Caballeros de Cáceres y el de San Ildefonso de Zafra.

El gran auge y el elevado numero de instituciones hospitalarias que estuvieron presentes en Extremadura a lo largo de las Edades Media y Moderna comenzó su declive entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, y, en numerosas ocasiones éste sobrevino por la imposibilidad de hacer efectivos los cobros de los censos que en muchos establecimientos constituían su principal fuente de ingresos, a lo que se unió el gran gasto que suponía en muchos casos las numerosas obligaciones de tipo religioso (misas, vísperas, aniversarios) que tenían impuestas la mayor parte de los hospitales, y que hacían que un porcentaje muy elevado de sus recursos hubiera que dedicarse a ellas en detrimento de la atención a los pobres y al edificio y su contenido.
Así y todo, la mayor parte de los hospitales consiguieron continuar sobreviviendo aunque con dificultades, pero su decadencia se vio precipitada (en muchos casos sin solución), con la invasión francesa y la posterior guerra de la Independencia, época en que algunos de los edificios -sobre todo los de mayores proporciones- fueron utilizados por las tropas napoleónicas como alojamiento, otros sufrieron daños ocasionados por la artillería y en la mayoría no se llevaron a cabo las labores de mantenimiento necesarias, con lo que muchos resultaron tan dañados que se hizo difícil allegar fondos suficientes para su reparación.
Cuando terminada la guerra se abordó la reconstrucción material y organizativa de los centros asistenciales, se vivía ya una época en la que el concepto de hospitalidad había sufrido una importante transformación, por lo que gran parte de los establecimientos resultaban ya obsoletos, pues los nuevos conceptos terapéuticos por una parte y la distinta forma de entender la caridad por otra, hacían preciso un replanteamiento de las instituciones asilares y asistenciales, tanto en su disposición arquitectónica como en sus modelos organizativos, reforma que se había iniciado ya en España más de un siglo antes -aunque todavía de forma parcial e incipiente-, con la llegada al trono de Felipe V, quien había intentado imponer una política sanitaria similar a la que los Borbones propugnaban en Francia, aunque con escasos resultados.
La falta de recursos para reconstruir lo destruido y la necesidad de adecuar los establecimientos asilares y hospitalarios conforme a las nuevas tendencias hizo que las reparaciones llevadas a cabo en los hospitales fueran mínimas, y los antiguos establecimientos que volvieron a acoger enfermos y pobres no recuperaron nunca la actividad que habían tenido en siglos anteriores.
Pero el final de las instituciones hospitalarias de mayor entidad lo constituyeron los procesos desamortizadores, ya que estos establecimientos estaban incluidos entre los afectados por la leyes promulgadas entre 1834 y 1855, con lo que la pérdida de sus propiedades, que suponían casi en exclusividad su fuente de ingresos, hizo que no pudieran seguir ejerciendo su función asistencial por falta de medios económicos para llevarla a cabo.
El relevo en la fundación y mantenimiento de los hospitales lo tomaron entonces los ayuntamientos y las diputaciones provinciales, creándose nuevos establecimientos cuya función primordial era el cuidado y tratamiento de los enfermos, aunque en sus primeros años de funcionamiento los dos grandes hospitales regionales dependientes de las diputaciones (el de San Sebastián de Badajoz y el de Nuestra Señora de la Montaña de Cáceres), compartieron espacio con las respectivas casas cuna y hospicios.

Aunque de la mayor parte de los hospitales extremeños anteriores al siglo XIX no ha llegado hasta nuestros días ni siquiera su edificio, su existencia pone de manifiesto la importancia que tuvieron los hospitales a lo largo de las Edades Media y Moderna, cuando todavía no se habían alcanzado los logros sociales de los que disfrutamos actualmente, pues desempeñaron una función de suma importancia en la protección y cuidado de los miembros más desfavorecidos de la sociedad del momento.

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